Existe un lugar especial, diferente y desapercibido para muchos, un jardín antiguo, no moldeado por la mano del hombre, que emana diferentes fuerzas y vivencias, que narra historia viva, real, una historia antigua, irrepetible. Una pradera de fresca hierba, con un clima cálido y confortable, que rodean a dos figuras que se encuentran en el centro del jardín.
Dos árboles bastante jóvenes, dos sales gemelos, solitarios y diferentes, pese a parecer iguales, uno frente al otro, cerca, pero sin llegar a rozarse. Sus cortezas eran finas y suaves, su sabia, era dulce, llena de bondad, que subía hasta su copa, compuesta de pequeñas preciosas hojas verdes.
Un verdadero lugar para vivir y soñar, un aire de santidad rodeaba el lugar, quizás por eso, una deidad, el propio Buda los escogió para recostarse sobre ellos al final de sus días en la tierra, para alcanzar la perfección después de completar su iluminacion.
Fruto de este paso, se derramaron sus dones sobre ellos, cada uno adquirió regalos diferentes y otros en común. Al poco tiempo despertaron, comenzaron a tomar conciencia propia, se miraron, para corroborar lo que ya sabían de siempre, que uno estaba junto al otro. Entonces empezaron a hablar, a conocerse mientras iban creciendo y haciéndose más fuertes.
Sus raíces ahondaban cada vez más profundo, sus cortezas se reafirmaban, sus troncos aumentaban, acortando aún más la distancia entre los dos, las ramas se extendían con hojas cada vez más grandes, verdes y plateadas.
Pasaron los años y los sales crecían en conocimiento y sabiduría, pequeños animales, se alimentaban y descansaban en sus sombras cada día. Daban fruto casi todo el año y los pétalos de sus flores de color rosado caían como una nieve temprana, dulce y suave, tapizando gran parte del suelo con su color y textura aterciopelada.
Su candor llegaba a los otros árboles que estaban más allá en la espesura del bosque, y la prosperidad llegaba hasta los más recónditos lugares haciendo el bien allí hasta donde llegaba.
Un ir y venir de años, de conversaciones, experiencias y risas, pero como siempre, la luz no llega a todas partes y la oscuridad, celosa, ansiaba recuperar el terreno que un antaño ocupó.
Un día nublado, un cielo oscuro comenzó a aparecer por el horizonte, no eran simples nubes de tormenta, pues tenían un color verdoso, en ella siseaba el espíritu de Mara, un demonio de la edad antigua, semidios de la destrucción y señor la ilusión, lider de los demonios de una corte ancestral. Provenía del Reino de los Asura, donde reinaba las ansias de poder y envidia. Enterado de aquel maravilloso lugar, ansiaba llegar para ver qué fuerza angelical, provocaba tanto bien.
Llegó sin avisar, aprovechando que el sol se escondía entre las nubes, sopló un fuerte viento del oeste hasta que se colocó encima de los sales, barriendo el tupido suelo de petalos y provocando la caída de muchos de sus frutos. Viendo que la resistencia de los árboles era muy fuerte, optó por otra técnica, y de las nubes rabiosas calló, una sola gota, una lágrima envenenada que impactó entre los dos sales y fue absorbida rápidamente por la tierra. Esta, contaminó el suelo que llegó a parar a las raíces y fueron obligados a probar todo el odio de Mara.
No tardaron en experimentar un vacío en su ser, los árboles comenzaron a notar sentimientos de soledad, amargura y frustración, mientras el viento formaba un torbellino rodeándolos, de forma más intensa, quedaron confundidos y desorientados.
Dejaron de mirarse por primera vez el uno al otro, para solo atender a sus necesidades, a priorizar las faltas y no los dones de los que eran agraciados. Volvieron a alzar la mirada y no eran capaz de reconocer quién estaba junto a su lado y sintieron miedo, preguntaban, intentaban comunicarse pero sólo recibían reproches mutuos. Sus cortezas se engrosaron, y se volvieron de color oscuro, al sentir esto extendieron sus ramas afiladas el uno contra el otro para protegerse de ese enemigo que tenían enfrente, cuanto más chocaban las ramas más heridas se infringían, de ellas se derramaba una sabia también oscura, espesa, con sabor amargo, hasta llegar a formar un muro de ramas y troncos deformados que impidieron que casi no se vieran el uno al otro.
La tormenta aumentaba, y Mara descargó todo su furor, pues sabía que el sol volvería a salir dentro de poco y asestó el último golpe, lleno de odio e ira, desde lo alto generó un rayo de color verde que descargó con fuerza entre los dos sales, destrozando gran parte de sus troncos y astillando todo lo que habían creado en sus primeros años, todas las hojas quedaron también desintegradas por el ataque mortal. Desesperados los árboles y queriendo huir de tal horror empezaron a extender sus ramas hacia los lados opuestos del jardín, hasta llegar a la linde del bosque donde habitaban los demás árboles.
Después de aquello, el sol volvía a asomarse sobre la tierra y las sombras tenebrosas se retiraron, antes de que su iluminación las destrozara, así, Mara volvió al mundo de los Asura, hasta que una nueva oportunidad se presentara.
Pasada la tormenta, el paisaje era aterrador, los árboles volvieron en sí, y asustados, se dieron cuenta que al defenderse del otro, lo único que habían conseguido era infringirse más daño, pues por eso este demonio era el señor de la ilusión, y entendieron que no tenía más poder que el que le habían concedido ellos mismos, mientras reinaba la confusion en la tormenta. Sus heridas se impregnaron en su corteza como tatuajes, pero las partes que habían sobrevivido estaban ya muy alejadas entre ellos, el daño fue demasiado grande y tendrían que continuar sus vidas desde una situación diferente, comenzando de nuevo para alcanzar si cabe parte del equilibrio del que siempre habían gozado.
Y pese a que por ellos mismos se condenaron a verse desde lejos, hubo algo que se le escapó a Mara, y es que aunque había conseguido separarlos, debajo, sus raíces eran fuertes y si bien nunca se llegaron a tocar en superficie, sus raíces estaban más juntas, estaban fusionados los dos, comunicados y agarrados fuertemente, porque no habría fuerza en el universo para poder separar lo que un día se unió y allí en la profundidad seguía dormitando su fuerza y todos los dones, entre ellos el más compartido, el amor del uno para el otro, un poder ancestral que no moriría, y que encerraban con fuerza de gran sabiduría, las últimas palabras que Buda le dijo a su amadísimo discípulo Ananda mientras lloraba su muerte y se recostaba entre los sales gemelos.